domingo, 23 de diciembre de 2012

La Hispania visigoda

La Hispania visigoda es la denominación del período histórico que abarca el asentamiento del pueblo visigodo en la Península Ibérica, entre mediados del siglo V y comienzos del siglo VIII. Las invasiones germánicas en Hispania Desde el siglo III al V, dos pueblos germánicos habían cruzado la península ibérica, los suevos y los vándalos, así como los alanos, un pueblo iranio, que existe todavia en Osetia, en las montañas del Cáucaso. Hacia el 409 o 410, se tienen noticias de la entrada por los Pirineos de un número no determinado de suevos el pueblo germánico de mayor complejidad cultural, ocupando el noroeste de la península, lo que es Gallaecia, con capital en Braccara. No obstante, los historiadores actualmente consideran que las fuentes de la época deben ser miradas con prudencia, analizando no sólo lo que se escribe sino también la finalidad que perseguía el autor en su época con dicha obra, debiendo someterlas a un enjuiciamiento crítico. Galicia fue ocupada no sólo por los suevos, sino también por vándalos asdingos. Los alanos se desplazaron hacia la Lusitania y la Carthaginense. Con los vándalos silingos en la zona de la Bética, sólo quedaba en poder del Imperio romano la provincia de la Tarraconense. Precisamente para poder recuperar el dominio perdido en la Península Ibérica, el imperio pacta con el rey godo Valia para que sean ellos quienes defiendan los derechos de Roma frente a estas tribus germanas. Así pues, en el 416 los visigodos penetran como aliados de Roma, a través de un «foedus», derrotando a los alanos y a parte de los vándalos, con lo que el Imperio recupera el control de las regiones más romanizadas El emperador Honorio en el 418 los aleja del rico Mediterráneo, recolocándolos en la Aquitania. Los suevos ocuparon entonces buena parte de la península, con capital en Emérita Augusta, la actual Mérida. Los vándalos los derrotaron en Mérida pero, hacia 429, pasaron a África. Los alanos ocuparon el centro y el este de la Península, y acabaron siendo absorbidos por la población hispanorromana. En esta situación el Imperio romano de Occidente había recuperado el dominio al menos nominal de la Península, excepto la zona dominada por los suevos, que afianzaban su reino en el occidente. Hacia el año 438 el rey suevo Requila emprende una decidida actividad de conquista del resto de Hispania, adueñándose de la Lusitania, la Carthaginense y la Bética. Su sucesor, Requiario, aprovechará las perturbaciones del movimiento bagauda para avanzar hacia la zona de Zaragoza y Lérida. Tal acción impulsó al Imperio romano a pedir nuevamente a los visigodos, a través de su rey Teodorico II, la ayuda precisa para controlar Hispania. Las tropas visigodas cruzan los Pirineos y en el 456 capturan al rey Requiario, quedando el resto de los suevos en el territorio comprendido en las actuales Galicia, parte de Asturias y León y mitad norte de Portugal. El reino suevo se mantuvo independiente hasta finales del siglo VI. El resto de la península queda en manos visigodas, pasando a formar parte del Reino visigodo de Tolosa, con capitalidad en Tolosa. Las oleadas de conquista se sucederán con posterioridad, pero ahora para ocupar espacios donde domina todavía el Imperio romano. En el año 476, los visigodos ya se habían asentado en la península Ibérica y en el 490 termina el grueso de las migraciones desde el norte. El derrumbamiento del Estado visigodo En una carta al rey Etelredo de Mercia, fechada en el 746–747, San Bonifacio atribuía el derrumbamiento del reino visigodo a la degeneración moral de los godos. Para E. A. Thompson, que es quien comenta esto en el prólogo de Los godos en Hispania. En cualquier caso, según la historia clásica, hacia el 710 se suceden los enfrentamientos por el trono tras la muerte de Witiza. Los pretendientes a la corona, Roderico y Agila II, el primero en el sur y el segundo en el norte de la península, se sitúan en posiciones extremas. Se conviene en que Witiza había pactado antes de su muerte la conquista musulmana de la península ibérica para el control del reino. Otros sostienen que fue Agila II, pero mantienen que las fuerzas del Califato Omeya, tras haber conquistado el norte de África, cruzan el estrecho de Gibraltar y conquistan Toledo, venciendo y matando a Rodrigo en la batalla de Guadalete. Su entrada es imparable y dos años más tarde sitian Zaragoza. Por medio de una serie de capitulaciones, un noble visigodo perteneciente a los círculos palatinos, Teodomiro, consiguió mantener durante ochenta años más, hasta el 825, una considerable autonomía en la Korá de Tudmir, un vasto territorio en torno a la ciudad de Orihuela, en las actuales provincias de Murcia y Alicante. Para el siglo IX toda la península, a excepción del norte peninsular, quedaría bajo el dominio musulmán. Existen otras teorías minoritarias para explicar el fin del reino visigodo sustituido por el predominio musulmán. La historiografía clásica dice que varios nobles visigodos escaparon a Asturias, una zona fuera del control musulmán, aunque las fuentes históricas reseñan la presencia de gobernadores musulmanes y uno de ellos, un oficial de Roderico, llamado Pelayo, consiguió derrotar el 722 a una expedición de conquista musulmana en la batalla de Covadonga. Don Pelayo fue elegido príncipe de los astures y así se conseguirá la creación de un pequeño pero férreo núcleo de resistencia que daría lugar a la formación de los primeros reinos cristianos. Las pruebas históricas no permiten corroborar tal afirmación, ni la localización exacta del lugar de la escaramuza, ni la fecha concreta, que abarca un período incluido entre los años 718 y 722

martes, 18 de diciembre de 2012

La crisis del siglo III


La crisis del siglo III hace referencia a un período histórico del Imperio romano, de cincuenta años de duración, comprendido entre la muerte del emperador Alejandro Severo, en el año 235, y el acceso al trono del Imperio por parte de Diocleciano en el año 284. Es éste un período de profunda crisis, durante el cual se producen fuertes presiones de los pueblos exteriores al Imperio y una fuerte crisis política, económica y social en el interior del Imperio. Tanto en Italia como en las provincias irán surgiendo poderes efímeros sin fundamento legal, mientras que la vida económica se verá marcada por la incertidumbre de la producción, la dificultad de los transportes, la ruina de la moneda, etc. Los problemas empezaron en el año 235, cuando el emperador Alejandro Severo fue asesinado por sus soldados a la edad de 27 años después de que las legiones romanas fueran derrotadas en la campaña contra la Persia sasánida. Mientras un general tras otro peleaban por el control del imperio tras la muerte de Alejandro Severo, las fronteras fueron descuidadas y sujetas a frecuentes incursiones por parte de godos, vándalos y alamanes por el norte, así como de los sasánidas en el este. Finalmente, en el año 258, los ataques fueron internos, cuando el imperio se dividió en tres estados separados que competían entre sí. Las provincias romanas de Galia, Britania e Hispania, por inspiración de sus guarniciones militares, se separaron para formar el efímero Imperio Galo, y dos años más tarde, en el año 260, las provincias orientales de Siria, Palestina y Egipto se independizaron tomando el nombre de Imperio de Palmira, con respaldo sasánida, dejando en el centro al Imperio romano propiamente dicho que estaba basado en Italia, los Balcanes, Asia Menor y las provincias leales del norte de África. Una invasión por una gran hueste de godos fue derrotada en la batalla de Naissus en 268. Esta victoria fue significativa como punto de inflexión de la crisis, cuando una serie de enérgicos y duros emperadores-soldados tomaron el poder. Las victorias del emperador Claudio II el Gótico durante los dos años siguientes hicieron retroceder a los alamanes y recuperaron Hispania del Imperio Gálico. Cuando Claudio murió en el año 270 de la peste, el prestigioso general Aureliano, que había comandado la caballería en Naissus, le sucedió como emperador y continuó la restauración del Imperio. Aureliano condujo al imperio durante el peor periodo de la crisis, ocurrido durante su reinado derrotando, sucesivamente, a vándalos, visigodos, palmirenos, persas y después a lo que quedaba del Imperio Galo. Al final del año 274 el Imperio romano fue reunificado del todo, y las tropas fronterizas volvieron a sus puestos. Más de un siglo transcurriría antes de que Roma perdiera otra vez el control sobre las amenazas externas. Sin embargo, docenas de ciudades antiguamente prósperas, especialmente en el oeste del imperio, resultaron arruinadas tras las guerras, sus poblaciones se dispersaron, y debido al colapso del sistema económico la mayoría no pudieron ser reconstruidas. Las otras principales ciudades, incluyendo la propia Roma, se encontraron rodeadas de gruesos muros defensivos que no habían necesitado durante muchos siglos. Finalmente, aunque Aureliano había jugado un papel significativo en la restauración de las fronteras del imperio y su protección contra amenazas externas, persistían los problemas fundamentales que habían causado la crisis inicialmente. En particular, el derecho de sucesión nunca había sido definido claramente en el Imperio romano y se había permitido legalmente una gran flexibilidad para que los emperadores pudieran adoptar personas adultas que heredarían supuestamente su poder, lo que condujo a continuas guerras civiles al proponer distintas facciones sus candidatos favoritos a emperador. Otro problema era el tamaño inmenso del imperio, que dificultaba el que un solo gobernante autocrático afrontara con efectividad múltiples amenazas simultáneas si es que carecía de una burocracia ágil y eficaz en cada provincia. Todos estos problemas continuos fueron afrontados radicalmente por el emperador Diocleciano a inicios del siglo IV, fueron las reformas de Diocleciano las que permitieron al imperio sobrevivir durante más de cien años en el oeste y más de mil en el este. Internamente el Imperio sufrió una hiperinflación causada por años de devaluación de la moneda. Esto había comenzado anteriormente, bajo los emperadores Severos, quienes aumentaron el tamaño del ejército en un 25% y duplicaron la paga básica de los soldados. Al acceder al poder, los emperadores con reinados cortos necesitaban obtener dinero rápidamente para pagar el bono de accesión del ejército mientras que otros directamente pagaban sobornos a los cuerpos de tropa para que mantuvieran fidelidad al nuevo régimen. Desde el asesinato de Sejano bajo el reinado de Tiberio el año 31 D.C. se había pagado sumas de dinero a los miembros de la Guardia Pretoriana como recompensa a su lealtad, pero este sistema había degenerado en una abierta corrupción de estas tropas. habiendo llegado al extremo que cuando los pretorianos imperiales mataron al emperador Pertinax el año 193 D.C. prácticamente vendieron el cargo imperial al procónsul Didio Juliano a cambio de 6250 denarios de plata para cada miembro de la Guardia Pretoriana. Tal costumbre de pagar sobornos a cambio de lealtad se generalizó pronto a las legiones del ejército regular romano. El Estado romano dependía fuertemente de los impuestos, pero éstos eran difíciles de cobrar en un imperio tan vasto y de hecho su recaudación era un proceso lento y complejo. Por tanto la forma más fácil en que un emperador podía recaudar dinero era simplemente reducir la cantidad de plata o de oro en las monedas y acuñar éstas con metales más baratos. Tal política era sumamente arriesgada, pues al igual que en todas las sociedades de su tiempo, la moneda romana dependía de su valor intrínseco como metal precioso y por ello debía guardar una proporción mínima de plata u oro para que conservara poder adquisitivo. En el caso de la moneda de oro, el áureo acuñado ya en tiempos de Augusto, la proporción había sido la siguiente: 1 libra de oro = 40 áureos de oro = 1000 denarios = 4000 sestercios. No obstante, el año 215 el emperador Caracalla cambió la proporción ordenando que de cada libra de oro se extrajeran 50 monedas, lo cual implicaba reducir en 20% la proporción de oro y por consiguiente devaluar la moneda, en tanto el valor facial se mantenía sin alteración. Paralelamente Caracalla instauró una nueva moneda, el antoniniano, que oficialmente equivalía a dos denarios, pero cuyo auténtico contenido de plata era igual a solo 1.5 denarios. La alteración de la moneda tuvo el efecto previsible de causar una inflación desbocada: la población empezó a atesorar los denarios que aún no habían sido devaluados, mientras que formalmente el antoniniano, pese a ser de menor valor, mantenía un valor facial de dos denarios. Pronto el descrédito de la moneda se hizo evidente y treinta años después de la muerte de Caracalla el antoniniano estaba acuñado sólo con bronce, obtenido a veces sólo tras fundir antiguos sestercios. Algunos impuestos ya empezaban a recolectarse en especie desde fines del siglo II y a partir del reinado de Caracalla los valores eran con frecuencia contados sólo nominalmente en oro y plata: los metales preciosos se habían convertido lentamente en moneda imaginaria, útil sólo para ser mencionados como equivalencia debido a su escasez física. Mientras tanto los sestercios de latón se hacían más comunes. Los valores nominales del dinero continuaron figurando en las monedas de oro y plata, pero la moneda de plata, el denario, usado durante más de trescientos años del Imperio, desapareció en la práctica debido a que los emperadores procedieron a reducir agresivamente el valor de plata en las monedas, las cuales cada vez más estaban compuestas de cobre o bronce y perdían por ello su antiguo poder adquisitivo. Paulatinamente, a lo largo del siglo III los sucesores de Caracalla continuaron dicha política, reduciendo la composición del denario hasta un 50% de plata, pero manteniendo el valor facial y peso de éste, trayendo su inevitable pérdida de valor y una consiguiente inflación. La moneda romana tenía un poder adquisitivo sumamente bajo al iniciarse el siglo IV y el comercio se llevaba a cabo principalmente a través del trueque. Todos los aspectos del estilo de vida romano se vieron afectados por esta situación, pues no sólo se perjudicaba el comercio y la pequeña industria, sino también a la agricultura, principal actividad económica del Imperio. Durante el reinado del emperador Aureliano en 274 el denario romano prácticamente no contenía plata, y resultó inútil el esfuerzo económico de Aureliano en revertir la situación. Al inicio del reinado de Diocleciano el denario casi había colapsado en su valor y este emperador suspendió definitivamente su uso, instituyendo en su lugar el argenteus. Diocleciano ejecutó una profunda reforma monetaria desde el año 301 para sanear la moneda romana, poniendo fin transitorio a la crisis financiera. Uno de los efectos más profundos y duraderos de la crisis del siglo tercero fue la disrupción de la extensa red comercial interna de Roma. Desde la Pax Romana, la economía del Imperio romano había dependido en gran parte del comercio entre los puertos mediterráneos y sobre el extenso sistema de carreteras romanas. Los mercaderes podían viajar de un extremo a otro del Imperio en pocas semanas en relativa seguridad, llevando productos agrícolas producidos en las provincias y artículos manufacturados producidos en las grandes ciudades del Este, e intercambiarlos por monedas de plata y oro realmente valiosas. Grandes haciendas producían cosechas para la exportación, y usaban los beneficios resultantes para importar comida y productos manufacturados, y esto creó una gran interdependencia económica entre los habitantes del Imperio al existir provincias especializadas en la producción de ciertos bienes por factores climáticos, demográficos, culturales, etc. Sin embargo, con la crisis del siglo tercero esta vasta red comercial se derrumbó pues dependía de una moneda transportable y con valor intrínseco real. La ausencia de esta moneda confiable y el incremento desmesurado de los precios hacía cada vez menos rentable el comercio, ya sea dentro de los límites del Imperio o el de exportación e importación. La depresión del comercio perjudicó a su vez a la industria, que ahora carecía de mercados donde colocar sus productos y que por consiguiente empezó a extinguirse; inclusive la agricultura y la ganadería sufrieron grave retroceso pues la mayor parte de su producción se destinaba al comercio interprovincial del Imperio. Si bien la minería seguía siendo una actividad económica importante, tenía como cliente casi exclusivo al propio Estado romano y se sustentaba solamente en el trabajo forzoso de los esclavos, por lo cual su efecto multiplicador sobre el resto de la economía romana era casi nulo. A esto se une que la economía romana estaba basada, desde los días de Augusto, en aprovechar los recursos de las regiones recién conquistadas para sustentar la burocracia y la corte imperial, Al cesar la expansión territorial tras las conquistas de Adriano y Trajano, el Imperio Romano no disponía de nuevos territorios cuyas riquezas pudieran sostener los gastos gubernamentales cada vez más crecidos, que pronto causaron un serio déficit. El desasosiego difundido por la inflación y el empobrecimiento generalizado hizo que los viajes de los comerciantes no fueran tan seguros como en el pasado al aumentar el número de salteadores y reducirse la seguridad dada por las legiones en muchas provincias, en tanto las tropas estaban más ocupadas en servir como soportes políticos de los diversos candidatos al trono. La crisis financiera hizo el intercambio más difícil todavía, en tanto la depreciación de la moneda causó que los productores y comerciantes recibieran un dinero devaluado por sus productos y que a su vez los compradores requirieran mayores cantidades de ese mismo dinero devaluado para formar una masa de metal precioso con la cual comprar otros productos, lo cual hacía más difícil el transporte de dinero. Las transacciones comerciales entre las provincias del Imperio se redujeron muchísimo y esto llevó a cambios profundos que, de muchas maneras, presagiaban el carácter de la próxima Edad Media. Los grandes terratenientes, incapaces de exportar con éxito sus cosechas a grandes distancias, comenzaron a producir bienes para la subsistencia y el intercambio puramente local. En vez de importar bienes manufacturados los terratenientes empezaron a producir muchos productos localmente, con frecuencia en sus propias haciendas, dando comienzo así a la economía de autarquía que se generalizaría en los siglos siguientes, alcanzando su forma final en el feudalismo, donde el metal precioso era cada vez más escaso y por lo tanto la moneda empezaba a desaparecer, mientras que el comercio se practicaba sólo en ámbitos locales muy reducidos.

domingo, 15 de julio de 2012

Los Tercios españoles


Los tercio era una unidad militar del Ejército español durante la época de la Casa de Austria. Los tercios fueron famosos por su resistencia en el campo de batalla, formando la élite de las unidades militares disponibles para los reyes de España de la época. Los tercios fueron la pieza esencial de la hegemonía terrestre, y en ocasiones también marítima del Imperio español. El tercio es considerado el renacimiento de la infantería en el campo de batalla y es muy comparado con las legiones romanas o las falanges de hoplitas macedónicas. Los Tercios españoles fueron el primer ejército moderno europeo, entendiendo como tal un ejército formado por voluntarios profesionales, en lugar de las levas para una campaña y la contratación de mercenarios usadas típicamente en otros países europeos. El cuidado que se ponía en mantener en las unidades un alto número de viejos soldados y su formación profesional, junto a la particular personalidad que le imprimieron los orgullosos hidalgos de la baja nobleza que los nutrieron, es la base de que fueran la mejor infantería durante siglo y medio. Además, fueron los primeros en mezclar de forma eficiente las picas y las armas de fuego. A partir de 1920 también reciben ese nombre las formaciones de tamaño regimental de la Legión Española, unidad profesional creada para combatir en las guerras coloniales del norte de África, y que se inspiraba en las gestas militares de los tercios históricos. La Legión Española también guarda ciertos parecidos con la Legión Extranjera del ejército francés. Aunque fueron oficialmente creados por Carlos I de España tras la reforma del ejército de octubre de 1534 y la ordenanza de Génova de 1536, donde se emplea por primera vez la palabra tercio, como guarnición de las posesiones españolas en Italia y para operaciones expedicionarias en el Mediterráneo, sus orígenes se remontan probablemente a las tropas de Gonzalo Fernández de Córdoba en Italia, organizadas en coronelías que agrupaban a las capitanías. Con estas tropas españolas asentadas en Italia, Carlos I en sus ordenanzas de 1534 y 1536 organizaba su ejército en tres tercios: uno en el reino de Sicilia, otro en el ducado de Milán y otro en el reino de Nápoles. En realidad, se comenzaron a gestar en la península. Durante el reinado de los Reyes Católicos y a consecuencia de la guerra de Granada, se adoptó el modelo de los piqueros suizos, poco después se repartían las tropas en tres clases: piqueros, escudados y ballesteros mezclados con las primeras armas de fuego portátiles. No tardaron mucho en desaparecer los escudados y pasar los hombres con armas de fuego de ser un complemento de las ballestas a sustituirlas por completo. Las victorias españolas en Italia frente a los poderosos ejércitos franceses tuvieron lugar cuando todavía no se había completado el proceso. Los tres primeros tercios, creados a partir de las tropas estacionadas en Italia, fueron el Tercio Viejo de Sicilia, el Tercio Viejo de Nápoles y el Tercio Viejo de Lombardía. Poco después se crearon el Tercio Viejo de Cerdeña y el Tercio de Galeras. Todos los Tercios posteriores se conocerían como Tercios nuevos. A diferencia del sistema de levas o mercenarios, reclutados para una guerra en concreto, típica de la Edad Media, los Tercios se formaron de soldados profesionales y voluntarios que estaban en filas de forma permanente, aunque en un principio cada localidad debía prestar uno de cada doce hombres para los servicios del rey si este los necesitaba para la guerra, sin embargo, nunca faltaron voluntarios. El Tercio en un principio no era pues, propiamente hablando, una unidad de combate, sino de carácter administrativo, un estado mayor que tenía bajo su mando una serie de compañías que se hallaban de guarnición dispersas por diversas plazas de Italia. Este carácter peculiar se mantuvo cuando se movilizaron para combatir en Flandes. El mando del tercio y el de las compañías era directamente otorgado por el rey, por lo que las compañías se podían agregar o desvincular del mando del tercio según conviniera. De este modo, el Tercio mantuvo su carácter de unidad administrativa, más parecida a una brigada del siglo XVIII que a un regimiento de la época, hasta mediados del siglo XVII, cuando los tercios empezaron a ser levantados por nobles a su costa, quienes nombraban a los capitanes y eran efectivos propietarios de las unidades, como sucedía en el resto de los ejércitos europeos. Estaban inspirados en la Legión romana, por lo que algunos historiadores creen que pudieron ser bautizados así debido a la tercia, la legión romana que operaba en Hispania. Eran unidades regulares siempre en pie de guerra, aunque no existiera amenaza inminente. Otros se crearían más tarde en campañas concretas, y se identificaban por el nombre de su maestre de campo o por el escenario de su actuación. El origen del término «tercio» resulta dudoso. Algunos piensan que fue porque, en su origen, cada tercio representaba una tercera parte de los efectivos totales destinados en Italia. Otros sostienen a que se debían incluir a tres tipos de combatientes de acuerdo con una ordenanza para “gente de guerra” de 1497 donde se cambia la formación de la infantería en tres partes, la infantería,gente de espadas y ballesteros y espingarderos serían sustituidos posteriormente por los arcabuceros. También hay quienes consideran que el nombre proviene de los tres mil hombres, divididos en doce compañías, que constituían su primitiva dotación. Esta última explicación parece la más acertada, ya que es la que recoge el maestre de campo Sancho de Londoño en un informe dirigido al duque de Alba a principios del siglo XVI. Los tercios, aunque fueron instituidos a imitación de las legiones (romanas), en pocas cosas se pueden comparar a ellas, que el número es la mitad, y aunque antiguamente eran tres mil soldados, por lo cual se llamaban tercios y no legiones, ya se dice así aunque no tengan más de mil hombres. Entonces, el nombre de Tercio puede venir del hecho de que los primeros tercios italianos estuvieran compuestos por 3000 hombres. Lo más probable es que se refiriese simplemente a una parte de las tropas, como en los abordajes, donde se dividían los hombres en tres «tercios» o «trozos».

miércoles, 13 de junio de 2012

Llegada de distintos pueblos a la Península ibérica


Los celtas llegan a la península en el primer milenio antes de Cristo, ocupando lo que hoy es Galicia, Asturias, Cantabria, País Vasco, norte de Castilla y buena parte de Portugal. No obstante, recientes estudios de la Universidad de Oxford desvelan, realizados sobre ciudadanos españoles, británicos e irlandeses, señalan que los celtas podrían tratarse de una civilización autóctona del norte de la Península. De ser esto cierto, se habrían expandido por todos los territorios que tradicionalmente están asociados con los pueblos celtas partiendo de la Península Ibérica. La costa peninsular oriental fue colonizada primero por los fenicios. Aproximadamente hacia el 1104 a. C. fundan Gadir (Cádiz)y un poco más tarde, en el 700 a. C. Malaca (Málaga) y Abdera (Adra, en la actual provincia de Almería), llenando la costa mediterránea de factorías. Los griegos se instalan más al norte de la costa, en Rhodes (Rosas) y Emporion (Ampurias), en la actual zona de Cataluña, encontrando a los iberos y dando las primeras referencias de este pueblo. También fundan la ciudad Akra Leuké (Alicante). Es posible que los primeros griegos hubieran tenido estrechos contactos con el reino occidental de Tartessos (fueron lazos tan fuertes que cuando los griegos fueron derrotados en la batalla de Alalia, Tartessos tocó a su fin), que abarcaba grosso modo el actual este de Andalucía y un trozo del sur de Portugal. Argantonio, último rey de Tartessos, les hubiera dado dinero y la posibilidad de protegerse dentro de las murallas de su reino de los ataques persas. Una vez allí, los griegos fundan la colonia Mainake (Málaga). Es el momento en el que aparece Tartesos como civilización en el valle del Guadalquivir. Los datos históricos aportados por los griegos nos hablan de dos culturas presentes: celtas e iberos, unos al norte y otros al sur. Junto a estos convivían en la península los celtíberos en la zona central de la Meseta, con pueblos como Numancia, lusitanos, galaicos, astures, cántabros y vascones. La denominada civilización ibérica tuvo su origen, según la mayoría de los autores, en una mezcla de las aportaciones indoeuropeas de los celtas, de los pueblos íberos autóctonos, de la presencia púnica y griega y de los inicios de la romanización.

viernes, 1 de junio de 2012

Batalla de Bairén


La Batalla de Bailén se libró durante la Guerra de la Independencia Española y supuso la primera derrota en batalla campal de la historia del ejército napoleónico. Tuvo lugar el 19 de julio de 1808 junto a la ciudad jienense de Bailén. Enfrentó a un ejército francés de unos 21.000 soldados al mando del general Dupont con otro español más numeroso a las órdenes del general Castaños. Fue la primera gran derrota de un ejército napoleónico. Las Juntas de gobierno de Sevilla y Granada comenzaron el reclutamiento de dos ejércitos, que debían cortar el camino a través de Sierra Morena a los franceses. El germen del Ejército de Andalucía lo formaban las tropas regulares del Campo de Gibraltar, 16 regimientos de infantería y 3 de caballería al mando del general Castaños. Por su parte, Teodoro Reding comenzó el reclutamiento de un segundo ejército, donde se encontraba su Regimiento Suizo de Reding nº 3, en la provincia de Granada. El reclutamiento fue masivo, destacando el número de voluntarios, que formaban más de la mitad del Ejército de Andalucía. A comienzos de junio, Pierre Dupont partió de Madrid para someter Andalucía y rescatar a la escuadra francesa de Rosily, que permanecía en Cádiz. La dureza de la ruta, donde fueron acosados continuamente por bandoleros y cruzaron poblaciones hostiles como Valdepeñas, que se levantó en armas el día 6, haciendo retroceder hasta Toledo a buena parte de su tropa le llevó a saquear Córdoba el 8 de junio. Cuando recibió la doble noticia de que la flota francesa en Cádiz se había rendido y que se estaba organizando un ejército para cortarle el paso, abandonó la ciudad y se recogió al amparo de Andújar, donde estableció su cuartel general el 18 de junio. El 26, recibe a la segunda división, al mando de Dominique Honoré Antoine Marie Vedel, que había derrotado a un contingente de voluntarios españoles en Despeñaperros, y había dejado un regimiento en La Carolina para proteger las comunicaciones con el centro de la Península. Por su parte, Francisco Javier Castaños se reunió con los mandos españoles en Porcuna para decidir la estrategia a seguir. Dos divisiones, una regular al mando de Félix Jones y la de reserva al mando de Manuel de la Peña, que formaban las tropas de Castaños debían atacar Andújar, clavando a las fuerzas de Dupont. Una tercera división, formada por 8.000 hombres al mando del marqués de Coupigny, cruzaría el Guadalquivir más al este, a la altura de Villanueva de la Reina. Por último, Reding dirigiría al ejército de Granada a través de Mengíbar. El 13 de julio, Reding se apresta a cruzar el Guadalquivir en Mengíbar. Esta población estaba defendida por unos 2.000 hombres al mando del general Ligier-Belair. En la madrugada del 14, el primer escuadrón de dragones de Numancia y el de cazadores de Olivenza, al mando del general Francisco Xavier Venegas, hacen huir a la caballería francesa al otro lado del río. Ante la amenaza de nuevos ataques, Ligier-Belair evacua la población y solicita ayuda a Vedel. Reding, por su parte, comienza el ataque el día 15 de julio muy temprano. Ante la llegada de Vedel a media mañana, interrumpe el ataque. Vedel abandonaría la posición posteriormente, ante la petición de refuerzos por parte de Dupont, y marcharía hacia Andújar. Al día siguiente, Reding dispone todas sus fuerzas, más refuerzos de Coupigny. Castaños se dirigió a Sierra Morena desde su cuartel general en Utrera. El general, en una serie de osadas maniobras, desplazó su ejército de día y de noche, cambiando constantemente de dirección, de manera que las tropas francesas no pudiesen estar seguras de sus intenciones, mientras él se mantenía perfectamente al corriente de los movimientos franceses gracias a los paisanos. Ante ello, el general Dupont envió una parte importante de sus fuerzas a La Carolina, con la intención de proteger el paso hacia Madrid de un posible ataque de Castaños, lo que le hubiese supuesto la incomunicación que tanto temía. Dupont, desde Andújar, no se atrevió a plantear una batalla a las fuerzas de Castaños, y prefirió retroceder, buscando enlazar con las otras tropas francesas mandadas por los generales Vedel y Dufour, que venían en su ayuda y que estaban ya casi en el límite de la provincia. Al dirigirse con esa intención a Bailén el 18 de julio, se encontró con las tropas de Castaños que en esos momentos salían de la ciudad, y allí mismo se entabló la batalla. El hecho de que el enfrentamiento tuviese lugar a las mismas puertas de Bailén pudo ser decisivo para la victoria española: la población local apoyó en todo cuanto pudo a sus tropas. La ayuda más importante fue sin duda el suministro de agua para los soldados, en un día que los cronistas señalan como en una región que ya de por sí registra elevadísimas temperaturas en esa época. El suministro de agua no fue menos importante para las piezas de la excelente artillería española, que no dejaron de cumplir su cometido contra las tropas francesas. En el bando contrario, sin embargo, la efectividad de la artillería estuvo sustancialmente reducida por el exceso de calentamiento de los cañones. Después de varios episodios de lucha muy virulenta, en unas condiciones climáticas asfixiantes, el general Dupont fue derrotado por las tropas del general Castaños antes de que las tropas del general francés Vedel, que volvían desde La Carolina al haber finalmente adivinado las intenciones del general Castaños, pudieran unirse a él. Unos 17.600 soldados franceses depusieron sus armas. Las condiciones de la rendición fueron clementes e incluían que las tropas francesas fueran repatriadas a Francia. Sin embargo, estas condiciones no fueron cumplidas nunca: aunque Dupont y sus oficiales fueron liberados y trasladados a Francia, una parte de sus hombres fueron deportados a la desolada isla de Cabrera. No existía una cárcel propiamente dicha en la isla, sino que la propia isla "era" el cautiverio. Este cautiverio terminó en 1814 al firmarse la paz. Debido a la escasez de recursos de la isla y la falta de suministros por parte de las autoridades de la Junta de Defensa de Mallorca, no más de la mitad seguían vivos al finalizar la guerra, y en recuerdo de los muertos se erigió un monolito en la isla. La derrota del general Dupont en Bailén tuvo graves consecuencias para el esfuerzo de guerra francés. La noticia se extendió por toda la península y forzó al rey José I Bonaparte a abandonar Madrid, además de poner en duda la aparente invencibilidad de los franceses. Napoleón tuvo que acudir a la península con un nuevo y numeroso ejército para consolidar su dominio.

martes, 24 de abril de 2012

Felipe II de España


Felipe II de Austria llamado El Prudente nacio en Valladolid, 21 de mayo de 1527, fue rey de España desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte, de Nápoles y Sicilia desde 1554 y de Portugal y los Algarves como Felipe I desde 1580, realizando una ansiada unión dinástica con Portugal, que duró sesenta años. Fue asimismo rey de Inglaterra, por su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558. Hijo y heredero de Carlos I de España e Isabel de Portugal, hermano de María de Austria y Juana de Austria, nieto por vía paterna de Juana I de Castilla y Felipe I y de Manuel I de Portugal y María de Aragón por vía materna; murió el 13 de septiembre de 1598 a los 71 años de edad, en el monasterio de San Lorenzo del Escorial, para lo cual fue traído desde Madrid en una silla-tumbona fabricada para tal fin. Desde su muerte fue presentado por sus defensores como arquetipo de virtudes, y como un monstruo fanático y despótico por sus enemigos. Esta dicotomía entre la Leyenda Negra y la Leyenda Blanca o Rosa fue favorecida por el propio Rey Prudente, que se negó a que se publicaran biografías suyas en vida y ordenó la destrucción de su correspondencia. Aún hoy en día, la historiografía anglosajona y protestante representa a Felipe II como un ser fanático, despótico, criminal, imperialista y genocida. Sus victorias fueron minimizadas hasta lo anecdótico y sus derrotas magnificadas en exceso, a pesar de que no supusieron grandes cambios políticos o militares, como la pérdida de una parte de la Grande y Felicísima Armada debido a un fuerte temporal, que además los historiadores anglosajones "transformaron" en una victoria inglesa. Durante su gobierno, el Imperio español dirigió la exploración global y la extensión colonial a través del Atlántico y Océano Pacífico, convirtiéndose durante mucho tiempo en el principal país y potencia europea en todo el mundo. Su imperio, el Imperio español se convirtió bajo su gobierno en el primer imperio global, porque por primera vez un imperio abarcaba posesiones en todos los continentes, las cuales, a diferencia de lo que ocurría en el Imperio romano o en el Carolingio, no se comunicaban por tierra las unas con las otras. El A medida que va avanzando en edad, la salud de Felipe II se iba deteriorando y los ataques de gota se repetían con mayor frecuencia. Llegará un momento en que no pueda firmar debido a la artrosis de su mano derecha. A finales del mes de junio de 1598 Felipe sufrió unas fiebres tercianas que le postraron en la cama, sufriendo dolores tan intensos que no se le podía mover, tocar lavar o cambiar de ropa. A las cinco de la madrugada del domingo 13 de septiembre de 1598 fallecía Felipe II en el monasterio de El Escorial. Tenía 71 años y su agonía había durado 53 días.

domingo, 1 de abril de 2012

Batalla de San Quintin

La batalla de San Quintín fue una batalla transcurrida el 10 de agosto de 1557, que se dio en el marco de las Guerras italianas entre las tropas españolas y el ejército francés, con victoria decisiva para España. Tras haber sido invadido en 1556 el Reino de Nápoles por las tropas francesas del duque de Guisa, Felipe II ordenó a las tropas españolas que se encontraban en los Países Bajos españoles invadir Francia. La guerra abierta entre Enrique II de Francia y Felipe II de España entraba en su fase más crucial. Una parte de las tropas españolas eran soldados de los Tercios viejos de Nápoles, por entonces bajo soberanía española. El primer escenario del enfrentamiento se situó en Italia, donde el apoyo del Papa Pablo IV facilitó la entrada de tropas francesas para amenazar a los dominios españoles del Milanesado y sobre todo Nápoles. El III duque de Alba, que estaba al mando de los españoles, rechazó eficazmente a los invasores y aisló al Papa, hecho que le valió la excomunión a Felipe II. Fue en la frontera entre Francia y Flandes donde se desarrollaron los principales escenarios de esta contienda. Ruy Gómez de Silva logró reclutar 8.000 infantes y cuantiosos fondos para la guerra. Felipe II, por su parte, visitó Inglaterra para recibir ayuda de su segunda esposa, María I Tudor. Obtuvo de ésta 9.000 libras y 7.000 hombres, que marcharon a Flandes bajo las órdenes de lord Permbroke, regresando Felipe II a Bruselas a principios de agosto. El ejército que llegó a concentrarse en la capital belga estuvo compuesto por unos 60.000 españoles, flamencos e ingleses, contando con 17.000 jinetes y ochenta piezas de artillería. El mando de este contingente fue a parar a manos de Manuel Filiberto, duque de Saboya, fiel y firme aliado de España que, años antes, había pasado al servicio de Carlos I cuando el rey de Francia despojó a su familia del ducado saboyano. La ofensiva se inició antes de que acabara ese mismo mes, con un movimiento de distracción estratégicamente planeado por Manuel Filiberto y dirigido a hacer creer a los franceses que las tropas aliadas invadirían la Champaña para luego dirigirse hacia Guisa, amenazando dicha plaza con un asedio, lo que motivó que los franceses enviaran numerosos efectivos para defenderla. En realidad, Manuel Filiberto tomó el camino de San Quintín, localidad de la Picardía situada a orillas del río Somme. El impacto de esta medida entre los franceses fue determinante, ya que la guarnición de esta pequeña ciudad se limitaba a pocos centenares de soldados al mando de un capitán. El ejército español empezó el ataque el 2 de agosto, apoderándose del arrabal situado al norte, formado por unas cien casas y defendido por algunos fosos y baterías. La respuesta francesa fue enviar con prontitud extrema al almirante Gaspar de Coligny al mando de un contingente de socorro formado por apenas 500 hombres que logró introducirse en la ciudad durante la noche del 3 de agosto. Tras esta vanguardia de urgencia, a marchas forzadas, se aproximaba el ejército francés al completo, con unos 22.000 infantes, 8.000 jinetes y 18 cañones. Comandaban dicho ejército el condestable Anne de Montmorency y su hermano Andelot, que al frente de 4.500 soldados intentó también introducirse en la ciudad sitiada. Fracasó rotundamente en su propósito al ser interceptado por una emboscada del conde de Mansfeld, al servicio de Felipe II. El 10 de agosto de 1557, festividad de San Lorenzo, Montmorency decidió avanzar sobre la ciudad de San Quintín con la intención de que su vanguardia cruzara el Somne en barca y penetrara en la plaza. Su plan consistía en reforzar rápidamente a los sitiados mientras el grueso del ejército francés se resguardaba temporalmente en el cercano bosque de Montescourt. Sin embargo, poco después, a raíz del profundo desprecio personal que sentía hacia Manuel Filiberto de Saboya, subestimando sus cualidades militares, Montmorency optó por cambiar de intención y ordenó que sus tropas abandonasen otra vez la protección del bosque, haciéndolas desplegar paralelamente mientras su vanguardia cruzaba el Somne. Esta imprudencia dejaba la puerta abierta a que los españoles pudieran cruzar el río por el puente de Rouvroy y así sorprenderle en mitad de la maniobra, pero el condestable de Montmorency confiaba ciegamente en que la estrechez del paso impediría tal posibilidad. En este estado de cosas, un nuevo grupo mandado por Andelot cruzó con éxito el río, pero en la orilla izquierda se topó con los arcabuceros españoles, que causaron una cuantiosa matanza entre su tropa. Tan sólo unos 300 franceses lograron alcanzar la ciudad, y el mismo general Andelot resultó herido. El ala derecha del ejército español, formada por soldados españoles y alemanes, estaba al mando de Alonso de Cáceres. El centro del ejército, estaba a las órdenes de Julián Romero, con españoles, borgoñones e ingleses. El ala izquierda estaba formada por el famoso y temido Tercio de Alonso de Navarrete. Cerrando la formación estaba la caballería flamenca, al mando del fogoso Conde de Egmont. La caballería ligera flamenca del Conde de Egmont acosó al flanco izquierdo de sus tropas y obligó a Montmorency a retirarse por enésima vez hacia el bosque, mientras la caballería francesa dirigida por Louis Gonzaga Duque de Nevers trataba con dificultad de contener el ataque. El estratégico puente sobre el Somne era estrecho, pero no tanto como suponía el condestable, de manera que las tropas del duque de Saboya lograron cruzarlo en poco tiempo. Además construyeron otro de barcas y tablones para permitir el cruce de más tropas, a la vez que la caballería de Egmont maniobraba hasta eludir el contraataque de Nevers y penetrar en el bosque donde se hallaba, ya totalmente copado, Montmorency. Ante esta asfixiante situación, el condestable no tuvo más remedio que presentar allí mismo batalla, desplegando a sus hombres de la mejor manera posible. Mientras su retaguardia seguía amenazada por el conde de Egmont, la infantería de Felipe II ya se había desplegado y avanzaba en todo el frente. El duque Filiberto mandaba el centro; en el ala derecha se encontraban Mansfeld y Horne, y el ala izquierda iba a cargo de Aremberg y Brunswich. Ambas alas cayeron con extrema violencia sobre el ejército francés, que además de ser inferior en número se vio ampliamente desbordado a causa de las constantes descargas de los arcabuceros españoles, que destrozaban sin parar sus filas. La carnicería fue tal que los 5.000 mercenarios alemanes del bando francés decidieron rendirse en masa, dejando a numerosos soldados que se daban a la fuga. Únicamente resistía el centro, donde un apurado Montmorency recibía el implacable fuego de la artillería enemiga hasta que, viéndolo todo irremediablemente perdido, optó por una muerte honorable batiéndose cuerpo a cuerpo sin demasiado éxito. Fue capturado por un soldado español de caballería llamado Sedano, que por este hecho recibió un premio de 10.000 ducados, repartiéndolos luego con su jefe, el capitán Venezuela. Sumando a las bajas en combate la matanza de huidos, que fue muy considerable, se calcula que el ejército francés perdió unos 12.000 hombres, resultando prisioneros otros 6.000 hombres y 2.000 heridos más. Entre éstos destacaban casi un millar de nobles, incluyendo al propio Montmorency, entre los cuales se hallaban los duques de Montpensier y de Longueville, el príncipe de Mantua y el mariscal de Saint André. Fueron capturadas más de 50 banderas y toda la artillería. Los 5.000 mercenarios alemanes que se habían rendido fueron repatriados a cambio del juramento de no servir nuevamente bajo banderas francesas por un período provisional de seis meses. Las fuerzas de Felipe II apenas sufrieron trescientas bajas entre muertos y heridos. En 13 de julio de 1558 las tropas españolas volvieron a vencer a las francesas en la batalla de Gravelinas, forzando a Francia a firmar la Paz de Cateau-Cambrésis en 1559. Cabe señalar que en esta batalla tuvo un importante papel el jefe de la artillería española: el militar flamenco Lamoral, conde de Egmont, que en 1568 fue ejecutado en Bruselas acusado de rebelión por el Tribunal de los Tumultos, fundado por el militar español Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba.

viernes, 30 de marzo de 2012

Hernán Pérez del Pulgar

Hernán Pérez del Pulgar Nació en Ciudad Real el 27 de julio de 1451 y es bautizado en la cercana iglesia de Santa María la Mayor, su registro bautismal se conserva en la parroquía de La Merced, sita al otro lado de la calle. De su infancia y adolescencia se conoce poco, pero lo suficiente como para decir que desde joven fue muy diestro en el manejo de las armas. Participó como escudero en la guerra contra Portugal, que apoyaba a Juana la Beltraneja en su pretensión al trono castellano en lugar de Isabel la Católica. Su arrojo y valentía durante la guerra de conquista del Reino de Granada le valen los títulos de Gentilhombre y Continuo de la Casa Real en 1481. En 1482, sitiado junto al Duque de Cádiz en Alhama de Granada por las tropas musulmanas, protagoniza una arriesgada operación en la que logra eludir el cerco y llegar hasta Antequera para pedir auxilio, evitando la pérdida de Alhama, estratégicamente situada en el centro del antiguo Reino Nazarí. En 1486 los Reyes Católicos le nombran, por medio de una Real Cédula, Capitán General de Alhama. Poco después conquista el castillo de Salar, estratégicamente situado en el camino entre Loja y Granada, con una fuerza de sólo 80 hombres. En 1679 este hecho sería recordado con la creación del Marquesado del Salar, a petición de la propia ciudad de Granada. Llamado por el propio rey Fernando el Católico, participa en la toma de Vélez-Málaga y en la Batalla de Bentomiz. Fue nombrado emisario del trono castellano en las negociaciones de rendición de la ciudad de Málaga. Más tarde tomó Baza y dio muerte durante la conquista a Aben-Zaid, el comandante del ejército granadino. Esta última acción le valió el título de Caballero por parte del rey Fernando y la concesión de un escudo nobiliario, compuesto por un león coronado, en gules sobre fondo azul, el cual lleva una lanza en las garras con una bandera blanca en su punta con Ave María escrito en ella. Flanquean a la bestia 11 castillos como representación de los 11 alcaides granadinos derrotados hasta entonces por Pulgar y el lema Tal debe el hombre ser como quiere parecer. Fue un maestro de la guerra psicológica. Cuando, en 1490, se encontraba asediado por las tropas de Boabdil en Salobreña y los pozos de agua de la ciudad habían sido agotados, se negó a aceptar la orden de rendición del rey musulmán y selló esta decisión arrojando desde lo alto de las murallas el último cántaro de agua. Ganó la batalla subsiguiente y rompió el asedio granadino. Ese mismo año, acompañado de sólo 15 caballeros y su escudero Pedro, se infiltró durante la noche en la propia ciudad de Granada cerca de la torre de Bib-Altaubin y consiguió recorrer la ciudad sin ser descubierto hasta llegar a la mezquita principal. Aunque no pudo incendiarla, como tenía previsto inicialmente, clavó sobre la puerta principal un cartel, escrito por el propio Pulgar, donde se podía leer el Ave María y a continuación la frase Sed testigos de la toma de posesión que realizó en nombre de los reyes y del compromiso que contraigo de venir a rescatar a la Virgen María a quien dejo prisionera entre los infieles. Tras esto se dirigió a la Alcaicería y le prendió fuego, saliendo a su encuentro la guardia granadina, a la que derrotó en su propia ciudad a pesar de su aplastante inferioridad numérica. Aprovechó entonces la confusión para escapar hasta el río Genil y luego al campamento real de Santa Fe, donde la hazaña le valió la concesión de otro castillo más en su escudo y el derecho a ser enterrado en la futura catedral de Granada, que sería construida sobre la antigua mezquita. Tras la rendición de Granada en 1492 se instaló en Sevilla, donde se casó con su segunda mujer, doña Elvira Pérez del Arco, y se convirtió en historiador. Por mandato del emperador Carlos V escribió la Breve parte de las hazañas del excelente nombrado Gran Capitán, sobre las campañas de Gonzalo Fernández de Córdoba en Nápoles. En 1524 volvió a ser llamado por Carlos V, esta vez para dirigir la guerra contra Francia en la frontera pirenaica, y accedió a pesar de tener ya 73 años. En 1526 cedió su cargo de Regidor de Loja y el privilegio de sentarse en el coro de la Iglesia Mayor, concedidos también por los Reyes Católicos, a su hijo don Rodrigo de Sandoval. Murió el 11 de agosto de 1531 en Granada, a la edad de 80 años, siendo enterrado en la catedral.

jueves, 22 de marzo de 2012

Reyes Católicos

Isabel, hija de Juan II de Castilla y de Isabel de Portugal, y Fernando, hijo de Juan II de Aragón y de Juana Enriquez, contrajeron matrimonio en Valladolid el 19 de Octubre de 1469, entre fuertes oposiciones al mismo. Isabel heredaría el trono de Castilla en 1474 después de la muerte de su hermano Enrique IV, autoproclamándose reina, ya que había un conflicto sucesorio entre ella y Juana, hija de Enrique IV, de la que se decía era hija de D. Beltrán de la Cueva y no del rey, este conflicto prosiguió después de la coronación, ya que Alfonso V de Portugal, esposo de Juana, lanzó una ofensiva en apoyo de ésta, ofensiva que se disputó en las batallas de Toro y Albuera tras las cuales Isabel, que salió vencedora, fue reconocida reina por las Cortes de Madrigal. Mientras tanto Fernando era nombrado heredero a la muerte de su hermano Carlos. En 1468 recibió el trono de Sicilia y a la muerte de su padre en 1479, el de la corona de Aragón. Participó en las luchas a favor de su esposa Isabel y a partir de esta fecha se produjo la unión dinástica de Aragón y Castilla y el comienzo del reinado conjunto, siguiendo los acuerdos que se habían firmado en 1475 en la concordia de Segovia por los que ambos monarcas mantenían su igualdad en lo tocante a Justicia, moneda y expedición de privilegios, pero reservaba a Isabel la fidelidad de los tenedores de Castillos y las cuestiones de Hacienda. Este matrimonio ha sido considerado como el punto de partida de la unidad y de la grandeza de España. El primer objetivo de los nuevos monarcas fue el de restablecer la autoridad real para lo cual se sirvieron de una poderosa organización la Santa Hermandad creada en 1476 que era una especie de policía judicial que perseguía a los perturbadores del orden. También constituyeron el Consejo Real que sustituía a las Cortes y nombraron corregidores para controlar las ciudades y vincularon la dirección de la Mesta al Consejo Real. De este modo quedaba controlada la política del reino, aunque estas medidas pesaron más sobre el reino de Castilla que sobre el de Aragón. La siguiente misión era concluir la reconquista en el reino nazarí de Granada lo que consiguieron en 1492. La paz interior y la buena organización del reino permitieron que las arcas reales se llenaran y con ellas se acometieran nuevas empresas como el apoyo al almirante genovés Cristobal Colón que descubriría América en 1492, aportando riquezas para el reino y un fuerte expansionismo exterior. El éxito de la guerra antimusulmana y la presión de los confesores de la reina indujeron a los Reyes a unificar la religión de sus súbditos por lo cual en 1492 se procedió a expulsar a los judíos y los mudéjares granadinos, obligados a convertirse. Ya en 1478 se había creado La Inquisición para perseguir a los cristianos nuevos que volvían a sus antiguas creencias. El reino continuó ampliándose al conseguir Fernando de Carlos VIII de Francia la restitución de la Cerdaña y el Rosellón en virtud del tratado de Barcelona de 1493. Así mismo en Italia se enfrentó al monarca francés consiguiendo la conquista del reino de Nápoles en 1504. En ese mismo año fallecía la reina Isabel y aunque dejaba como regente de la heredera al trono, Juana I, a su marido Fernando el Católico, la nobleza castellana no lo apoyó por lo que éste marchó a sus estados de Aragón. De este modo quedaba encargado del gobierno de Castilla Felipe de Austria, el Hermoso, esposo de la reina Juana I de Castilla, la Loca. Pero la muerte de Felipe en 1506 obligó a restituir a Fernando, llamado por el Cardenal Cisneros a Castilla en 1507. Los últimos años de su reinado se caracterizaron por los enfrentamientos con Francia en terreno italiano. A la muerte de Fernando el Católico heredó el trono su nieto Carlos I de España. Desde el punto de vista artístico esta etapa se caracteriza por la supervivencia de la tradición gótica y la lenta penetración de los nuevos moldes renacentistas. Bajo el impulso de los monarcas o de la alta nobleza se erigieron numerosos edificios, iglesias, universidades, hospitales, castillos, etc., especialmente en tierras castellanas dada la supremacía económica de dicho reino en aquella época. En el campo de la pintura se superpusieron el estilo flamenco y la novedad renacentista. En este período continuaron desarrollando su obra pintores que ya habían comenzado tiempo atrás como Huguet, Gallego, Bermejo a la vez que el nuevo estilo renacentista asomaba a las obras de artistas como Rodrigo de Osona el Viejo o Pedro Berruguete.

martes, 13 de marzo de 2012

Guerra de Granada

La Guerra de Granada es el nombre con el que suele conocerse el conjunto de campañas militares que tuvieron lugar entre 1482 y 1492, durante el reinado de los Reyes Católicos, en el interior del reino nazarí de Granada. Culminaron con la rendición negociada mediante capitulaciones del rey Boabdil, que a lo largo de la guerra había oscilado entre la alianza, el doble juego, la contemporización y el enfrentamiento abierto con ambos bandos. Los diez años de guerra no fueron un esfuerzo continuo solía marcar un ritmo estacional de campañas iniciadas en primavera y detenidas en el invierno. Además, el conflicto estuvo sujeto a numerosas vicisitudes bélicas y civiles: notablemente los enfrentamientos intestinos dentro del bando musulmán; mientras que en el cristiano fue decisiva la capacidad de integración en una misión común de las ciudades y la nobleza castellanas y el imprescindible impulso del clero bajo la autoridad de la emergente Monarquía Católica. La participación de la Corona de Aragón fue de menor importancia: aparte de la presencia del propio rey Fernando consistió en la colaboración naval, la aportación de expertos artilleros y algún empréstito financiero. Era evidente la naturaleza de la empresa, claramente castellana, y la integración en la Corona de Castilla del reino conquistado. La protocolaria entrega de las llaves de la ciudad y la fortaleza-palacio de la Alhambra, el 2 de enero de 1492, se sigue conmemorando todos los años en esa fecha con un tremolar de banderas desde el Ayuntamiento de la Ciudad de Granada. Al ser la última posibilidad de expansión territorial de los reinos cristianos frente a los musulmanes en la Península Ibérica significó el fin de la Reconquista, proceso histórico de larga duración que había comenzado en el siglo VIII. No debe olvidarse que la Reconquista es un término ideológico dotado de una carga semántica poco neutral, y debe entenderse en sus justos términos no había significado una continuidad de hostilidades en todo el periodo; y de hecho, desde la crisis del siglo XIV se había detenido conformándose el Reino de Castilla con el control del Estrecho de Gibraltar y el mantenimiento del Reino de Granada como un Estado vasallo y tributario en cuya política interior se intervenía en ocasiones. En momentos de debilidad castellana, ocurría al contrario, que los nazaríes ejercían sus propias iniciativas, suspendiendo los pagos, incendiando y saqueando localidades o recuperando algún pequeño territorio, a veces en connivencia con alguna de las facciones que dividían Castilla. La permeabilidad de la frontera en ambas direcciones también produjo la existencia de categorías sociales mixtas: los elches, o cristianos que se convertían al Islam y los tornadizos que eran la categoría inversa. Transitaban sin ningún problema por el territorio fronterizo los ejeas, intermediarios dotados de salvoconductos que negociaban los rescates de prisioneros. Aunque no faltaron operaciones militares más importantes, fueron puntuales y limitadas en extensión, como la toma de Antequera que sirvió fundamentalmente para prestigiar a Fernando de Trastámara, que añadió el nombre de la ciudad conquistada al suyo, como los generales romanos, siéndole muy útil para su elección como rey de Aragón en el compromiso de Caspe o la batalla de La Higueruela en el reinado Juan II, que también en este caso fue objeto de un aparato propagandístico desproporcionado en beneficio del valido Álvaro de Luna. La construcción de un Estado moderno, en el concepto que de tal cosa tenían los Reyes Católicos, no era compatible con el mantenimiento de esa singularidad en la Europa cristiana, que además quitaba libertad de movimientos a Castilla e impedía la explotación adecuada de una gran cantidad de tierras a lo largo de una extensa e insegura frontera. La noticia de la Toma de Granada fue celebrada con festejos en toda Europa: en Roma se celebró una procesión de acción de gracias del colegio cardenalicio; en Nápoles se representaron dramas alegóricos de Jacopo Sannazaro, en los que Mahoma huía del león castellano; en la Catedral de San Pablo de Londres, Enrique VII hizo leer una elogiosa proclama. Este hecho acaba de ser consumado gracias a la valentía y a la devoción de Fernando e Isabel, soberanos de España que, para su eterna honra, han recuperado el grande y rico reino de Granada y tomado a los infieles la poderosa capital mora, de la cual los musulmanes eran dueños desde hacía siglos. El enfrentamiento entre Cristianismo e Islam dotaba al conflicto de un rasgo inequívocamente religioso, que la implicación vigorosa del clero se encargó de remarcar, incluyendo la concesión por el papado de la Bula de Cruzada. Cuando, terminada la guerra, el propio papa sea el valenciano Alejandro VI, de la familia Borgia, Isabel y Fernando recibirán el título de Católicos en un reconocimiento del ascenso de España como potencia europea homologable, en lo que tampoco era ajena la política de "máximo religioso" de los Reyes, que había producido la expulsión de los judíos en 1492, poco después de la toma de Granada. La presión sobre los conversos, a través de la recién instaurada Inquisición española, estaba siendo particularmente dura desde el primer auto de fe. Por si esto fuera poco, el Papa también les concedió el Nuevo Mundo descubierto y por descubrir a cambio de su evangelización, todo ello en el conjunto de documentos conocido como Bulas Alejandrinas. Las referencias a la recuperación de Jerusalén no dejaron de estar presentes como un horizonte retórico. Desde una perspectiva más amplia, hay que tener en cuenta que en el otro extremo del Mediterráneo se está formando el gigantesco Imperio otomano, que ha tomado Constantinopla y aumentaba sus dominios en los Balcanes y el Próximo Oriente, llegando incluso a ocupar temporalmente el puerto italiano de Otranto en 1480. No obstante, los granadinos deberán enfrentarse solos a los cristianos, puesto que sus posibles aliados, los sultanes de Fez, de Tremecén o de Egipto no se implicaron en la guerra. Asimismo puede decirse que, como proceso histórico, el avance territorial no se detuvo con la toma de Granada y continuó de hecho durante el siglo siguiente, al seguir existiendo las fuerzas sociales que alimentaban esa necesidad expansiva. Esa expansión pudo verse en el exterior que, junto a los azares dinásticos que reunieron diversos territorios europeos, formó lo que se terminará conociendo como Imperio español: la simultánea conquista de las Islas Canarias y la posterior Conquista de América de la toma puntual de plazas del norte de África; además de la conquista del cristiano reino de Navarra en 1512.





martes, 6 de marzo de 2012

Batalla del Salado

La batalla del Salado fue una de las batallas más importantes del último periodo de la Reconquista. En ella, las fuerzas combinadas de Castilla y Portugal derrotaron decisivamente a los benimerines, última nación norteafricana que trataría de invadir la península Ibérica. Tras la decisiva victoria de las Navas de Tolosa en 1212, los almohades perdieron el control sobre el sur de la península Ibérica y se replegaron al Norte de África, dejando tras de sí un conjunto de desorganizadas taifas que fueron ocupados por los reinos cristianos entre 1230 y 1264. Tan sólo el reino de Granada logró mantenerse independiente, aunque fue forzado a pagar un elevado tributo en oro a Castilla cada año. Por aquel entonces, el reino de Granada comprendía las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, más el istmo y peñón de Gibraltar. En 1269, la debilitada dinastía almohade sucumbió ante otra tribu bereber emergente, los Banu Marin. Desde su capital en Fez, esta tribu originaria del sur de Marruecos pronto dominó la mayor parte del Magreb, llegando por el este hasta la actual frontera entre Argelia y Túnez. A partir de 1275 dirigieron su atención hacia Granada, donde desembarcaron tropas e influyeron decisivamente en su gobierno ante el recelo de los cristianos del norte. El choque no tardó en llegar, y así, a finales del siglo XIII, los benimerines ya habían declarado la guerra santa a los cristianos y realizado varias incursiones en el Campo de Gibraltar, con el fin de asegurarse el dominio sobre el tráfico marítimo en el Estrecho. En 1288, a instancias del rey Yusuf I de Granada, firmaron una alianza formal con los nazaríes con el fin de tomar Cádiz como objetivo final. Sin embargo, una serie de rebeliones en el Rif retrasaron la campaña contra Castilla hasta 1294, año en que los benimerines asediaron Tarifa sin éxito debido a la tenaz resistencia ofrecida por Guzmán el Bueno. En 1329 los benimerines y sus aliados granadinos atacaron de nuevo a los castellanos, a quienes derrotaron y tomaron Algeciras. En agosto de 1330 Castilla se impondría a Granada en la Batalla de Teba, conocida en otros países por haber fallecido en ella el noble escocés Sir James Douglas. Como consecuencia de la derrota granadina, el 19 de febrero de 1331, se firmó la Paz de Teba por la que los monarcas castellano, aragonés y nazarí se comprometían a una tregua de cuatro años y a la entrega de parias al rey castellano por parte del emir granadino. A pesar de ello, desde su base en Algeciras, los musulmanes sitiaron Gibraltar y la reconquistaron en 1333. La flota castellana del Estrecho, capitaneada por el Almirante Alonso Jofre Tenorio, no era lo suficientemente poderosa como para detener el constante flujo de tropas musulmanas hacia la Península, por lo que Alfonso XI de Castilla solicitó apoyo naval a la Corona de Aragón. Ésta accedió a enviar en 1339 una flota de guerra mandada por Jofre Gilabert, pero tras una operación en Algeciras, el almirante aragonés resultó herido por una flecha y su flota se dispersó. Siguió entonces un ataque de los benimerines contra la escuadra castellana, con un resultado catastrófico para ésta: todos los barcos, excepto cinco que pudieron refugiarse en Cartagena, fueron destruidos por los musulmanes y Tenorio hecho prisionero y decapitado. Castilla quedaba así abierta de par en par a una nueva invasión norteafricana. Al conocer el desastre, Alfonso XI decidió entonces jugar su última carta enviando a su mujer, María de Portugal, para que pidiera ayuda al padre de ésta. No obstante, el rey Alfonso IV, que entonces se encontraba algo rencoroso con su yerno por el abandono al que tenía sometida a su hija en favor de su amante Leonor de Guzmán, declinó inicialmente la propuesta, exigiendo que si el monarca castellano necesitaba ayuda, fuera él quien se la pidiera personalmente. Ante la situación, Alfonso XI no pudo hacer otra cosa que tragarse su orgullo y enviar una carta de su puño y letra a Lisboa. Alfonso IV respondió entonces positivamente y mandó una flota a Cádiz a las órdenes del marino genovés Manuel Pezagno, que se unió a un contingente de 12 naves aragonesas que ya se encontraban ancladas allí. Los ejércitos de ambos reyes se encontraron en Sevilla de donde salieron las fuerzas de los dos monarcas, en camino a Tarifa, llegando ocho días después de la Peña del Ciervo teniendo frente a ellos la extensión del campo de las fuerzas musulmanas. El 29 de septiembre, en consejo de guerra, se decidió que Alfonso XI de Castilla, luchara contra el Rey de Marruecos, y Alfonso IV de Portugal frente al de Granada, Yusuf I. En el campo de los cristianos y los musulmanes de todo estaba listo para la batalla. La caballería castellana, cruzo el río Salado, la batalla comenzó. Pronto llegó a tratar con él, la élite de la caballería musulmana, incapaz de detener el ataque. Casi de inmediato se trasladó Alfonso XI, con el grueso de sus tropas, frente a las innumerables fuerzas de los moros. Fue encerrado en ese sector, la lucha era feroz. El rey de Castilla, cuyo valor no cabe duda, se volvió hacia los puntos donde el peligro era mayor, con furia, y llevando a las tropas árabes a la derrota. En ese momento la guarnición de la plaza de Tarifa, hizo una salida inesperada para los moros, cayó sobre la parte trasera para atacar el campamento de Abul-Hassan y causaron estragos entre los invasores. En la zona de combates las fuerzas portuguesas, para las dificultades eran aún mayores, porque los moros de Granada, más disciplinados, luchando por su ciudad bajo el mando de Yusef Abul-Hagiag, veían su reino en peligro. Alfonso IV, por delante de sus jinetes intrépidos lograron romper el orden enemigo, rompiendo la formidable barrera, lo que desato el pánico y la derrota de los moros de Granada. Saliendo los granadinos en desbandada, del mismo modo las fuerzas africanas abandonaron el campo de batalla, dejando todo para salvar su vida. El campo estaba sembrado de cadáveres de víctimas del bando moro. El 1 de noviembre en la tarde, los ejércitos vencedores en última instancia, abandonaron el campo de batalla con un gran botín tomado en la batalla, en dirección a Sevilla, donde el rey de Portugal se quedó poco tiempo, volviendo de inmediato a su país. La victoria de los cristianos en la batalla de Salado, desmoralizó al mundo musulmán y el entusiasmo que se extendió entre el cristianismo europeo. Fue después de seis siglos, una renovación de la victoria de Carlos Martel en Poitiers. Alfonso XI para exteriorizar su alegría, se apresuró a enviar al Papa Benedicto XII una pomposa embajada llevando muy valiosos regalos, parte de la riqueza extraída a los moros y veinticuatro presos que portaban las banderas que habían caído en manos de los vencedores.

domingo, 19 de febrero de 2012

Ramiro I de Asturias

Ramiro I de Asturias hijo de Vermudo I, gobernó tras la muerte de Alfonso II desde 842 hasta 850 siendo entonces sucedido por su hijo Ordoño I. Durante su reinado Ramiro tuvo que enfrentarse contra los musulmanes de al-Andalus, según los historiadores de la época por dos veces, aunque la legendaria batalla de Clavijo nunca se produjo y la victoria del rey visigodo correspondió a su sucesor, Ordoño I. Además tuvo que enfrentarse a diversos intentos de sus rivales por usurparle la corona. El primero de ellos Nepociano que oponiéndose a la designación de Ramiro como sucesor de Alfonso II y aprovechando su ausencia se proclamó rey aunque fue derrotado poco tiempo después por Ramiro en la batalla de Cornellana tras desencadenarse una guerra civil por la sucesión entre ambas facciones. En castigo Ramiro ordenó aplicarle a Nepociano la pena de ceguera prescrita en las leyes visigodas, sacarle los ojos. Sin embargo sus rivales no desistieron y más tarde un conde palatino de nombre Aldroito se levantó contra el rey que mandó que mandó aplicarle igual pena, y aun otro de nombre Piniolo que también lo intentó fue condenado a muerte junto con sus siete hijos. Con otros delitos el rey se mostraba igualmente severo, ya ordenaba sacarles los ojos a los ladrones ya quemar en la hoguera a los magos y adivinos, purgando con ello sus estados de salteadores y estafadores. Semejante rigor hizo que los cronistas de la época le llamaran la vara de la justicia. Con los normandos también hubo de enfrentarse poco después de comenzar su reinado. Una flota de 70 naves acaudillada por Wittingur penetró el año 843 por el mar Cantábrico amenazando las playas asturianas. Llegaron hasta Gijón pero intimidados por las fortificaciones de la ciudad prefirieon proseguir viaje más allá del Cabo Ortegal desembarcando finalmente cerca del puerto de Brigantium. Ramiro envió un ejército contra los invasores cusándoles numerosas pérdidas en tierra, destruyendo algunas de sus naves y obligándoles a retirarse de aquellas costas. No menos piadoso que su predecesores, Ramiro edificó cerca de Oviedo varios templos: en las faldas del Naranco el Palacio de Santa María que fue palacio de vacaciones del rey y más tarde se convirtió en iglesia bajo la advocación de Santa María, y San Miguel de Lillo que se supone fue la capilla del palacio, y en la localidad de Lena, en las estribaciones del puerto de Pajares, Santa Cristina de Lena. Tras su muerte el año 850 sus restos fuerron enterrados en el panteón de los reyes erigido en Oviedo por Alfonso el Casto. A partir de su reinado cesaron las designaciones de sucesores permaneciendo su dinastía en el trono durante varios siglos.

miércoles, 15 de febrero de 2012

Batalla del Clavijo

La batalla de Clavijo, es un supuesto enfrentamiento que se consideró durante mucho tiempo una de las más célebres batallas de la Reconquista, dirigida por el rey Ramiro I de Asturias contra los musulmanes. Se habría producido en el denominado Campo de la Matanza, en las cercanías de Clavijo, La Rioja fechada el 23 de mayo del año 844. Sus características míticas su condición de justificación del Voto de Santiago, y la revisión que desde el siglo XVIII supuso la crítica historiográfica de Juan Francisco Masdeu; la han hecho ser considerada en la actualidad más bien una batalla legendaria, cuya inclusión en las crónicas se debería al arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, y que incluiría, mezclándolos y mixtificándolos, datos de otras batallas de diferentes momentos y localizaciones, aunque es en grandes rasgos, la mitificación de la batalla de Albelda. No obstante, la batalla siguió siendo celebrada como un elemento de conformación de la historia nacional española. Lo que sí sabemos, por las Crónicas Najerenses, es de campañas de Ramiro contra los árabes, mientras que las crónicas de Abderramán II hablan de campañas moras en Álava, pero unas y otras coinciden en las fuertes luchas en el área riojana. Más concretamente, las fuentes asturleonesas cuentan que Ordoño I, el hijo de Ramiro I, cercó la ciudad de Albelda y estableció su base en el Monte Laturce, es decir, el mismo lugar donde la leyenda sitúa la batalla de Clavijo. Y los hallazgos arqueológicos no dejan lugar a dudas: en Albelda se combatió, y mucho. También es la referencia histórica que Enrique IV y posteriormente el resto de monarcas han empleado para la creación y confirmación de privilegios al Antiguo e Ilustre Solar de Tejada, único señorío que se ha mantenido desde entonces hasta la actualidad. La batalla tendría su origen en la negativa de Ramiro I de Asturias a seguir pagando tributos a los emires árabes, con especial incidencia en el tributo de las cien Doncellas. Por ello las tropas cristianas, capitaneadas por Ramiro I, irían en busca de los musulmanes, con Abderramán II al mando, pero al llegar a Nájera y Albelda se verían rodeados por un numeroso ejército árabe formado por tropas de la península y por levas provenientes de la zona que correspondería actualmente con Marruecos, teniendo los cristianos que refugiarse en el castillo de Clavijo en Monte Laturce. Las crónicas cuentan que Ramiro I tuvo un sueño en el que aparecía el Apóstol Santiago, asegurando su presencia en la batalla, seguida de la victoria. De acuerdo con aquella leyenda, al día siguiente los ejércitos de Ramiro I, animados por la presencia del Apóstol montado en un corcel blanco, vencieron a sus oponentes.



miércoles, 8 de febrero de 2012

Don Pelayo

Don Pelayo fue el primer monarca del reino de Asturias que rigió hasta su muerte. Su origen es controvertido, aunque se le atribuyen los orígenes más variados. La Crónica Albeldense le hace un noble godo. El testamento de Alfonso III, del año 869, en que el rey Magno dona al presbítero Sisnando la iglesia de Santa María de Tenciana que su tío Alfonso el Casto había ganado de las propiedades pertenecientes a su bisabuelo Pelayo, vincula territorialmente a Pelayo con el área central de Asturias, aunque sin aportar datos sobre su lugar de origen. Frenó la expansión de los musulmanes hacia el norte, comenzó la Reconquista y se le ha considerado tradicionalmente como el fundador del reino de Asturias, aunque recientes investigaciones arqueológicas sugieren que podría haberlo hecho sobre una organización política local previa. Según la leyenda, Pelayo era un noble visigodo, hijo del duque Favila. Debido a las intrigas entre la nobleza visigoda, el rey Witiza conspiró para asesinar a su padre. Pelayo huyó a Asturias, donde tenía amigos o familia. Posteriormente, al sentirse inseguro en la Península, marchó como peregrino a Jerusalén. Allí permaneció hasta la muerte de Witiza y entronización de Rodrigo, del que era partidario. Con éste, ocupó el cargo de conde de espatarios o de la guardia del rey y como tal combatió en la batalla de Guadalete en abril o mayo del año 711. Tras la batalla se refugió en Toledo y, a la caída de la ciudad mientras otros escapaban a Francia, él volvió a Asturias, supuestamente custodiando el tesoro del rey visigodo. Las primeras incursiones árabes en el norte fueron las de Muza entre los años 712 y 714. Entró en Asturias por el puerto de Tarna, remontó el río Nalón y tomó Lucus Asturum y luego Gijón, donde dejó a cargo al gobernador Munuza. Las familias dominantes del resto de las ciudades asturianas capitularon y probablemente también la familia de Pelayo. En 718 tuvo lugar una primera revuelta encabezada por Pelayo , que fracasó. Pelayo fue detenido y enviado a Córdoba. Sin embargo, consiguió escapar y volver a Asturias, donde encabezó una segunda sublevación y se refugió en las montañas de Covadonga y Cangas, donde se mantenía la resistencia. En 722 Munuza envió a un general, Al Qama, a someter a los sublevados. Al Qama se dirigió hacia Bres , donde se encontraba Pelayo. Éste se dirigió huyendo hasta el monte Auseva, en el valle de Cangas y allí, en la Batalla de Covadonga, aniquiló al destacamento de Al Qama que venía de la península para ayudar a eliminar definitivamente la resistencia en las montañas. Posteriormente a esta batalla, el gobernador militar al mando de la mitad norte de la península Ibérica, Munuza, que tenía como base Gigia , intentó escapar de Asturias y alcanzar la seguridad de sus posiciones en la meseta, pero fue dado alcance y muerto junto con su séquito y sus tropas en un valle del centro de Asturias.





viernes, 3 de febrero de 2012

Batalla de Covadonga

La batalla de Covadonga tuvo lugar en 722 en Covadonga, un paraje próximo a Cangas de Onís en Asturia, entre el ejército de Don Pelayo y tropas musulmanas, que resultaron derrotadas. Esta acción bélica se considera como el arranque de la Reconquista. Gobernaba el norte peninsular desde Gijón un bereber llamado Munuza, cuya autoridad fue desafiada por los dirigentes astures que, reunidos en Cangas de Onís en 718 bajo el liderazgo de Pelayo, tomaron la decisión de rebelarse negándose a pagar impuestos exigidos, el jaray y el yizia. Tras algunas acciones de castigo a cargo de tropas árabes locales, Munuza solicitó la intervención de refuerzos desde Córdoba. Aunque se restó importancia a lo que estaba sucediendo en el extremo ibérico, el valí Ambasa envió al mando de Al Qama un cuerpo expedicionario sarraceno que probablemente en ningún caso alcanzaría la cifra de 180.000 hombres dada por las crónicas cristianas. En cuanto a las fuerzas de Pelayo, la historiografía reciente las cuantifica en poco más de 300 combatientes. Con ellas esperó a los musulmanes en un lugar estratégico, como el angosto valle de Cangas de los Picos de Europa cuyo fondo cierra el monte Auseva, donde un atacante ordenado no dispone de espacio para maniobrar y pierde la eficacia que el número y la organización podrían otorgarle. Allí, en 722, se produjo el enfrentamiento, cuya dimensión se desconoce y que pudo tratarse de una batalla o una simple escaramuza. La cuestión es que las tropas sarracenas fueron diezmadas, obligando a Munuza a escapar de Gijón, donde se hallaba en ese momento. No logró huir el gobernador musulmán dado que él y sus tropas encontraron la muerte. Un centenar de hombres comandados por Pelayo habían ocupado la célebre cueva de Covadonga, atacando desde allí a las desconcertadas tropas moras. Al Qama halló la muerte en este lance, mientras que sus fuerzas sufrieron grandes pérdidas en su desordenada huida, al caer sobre ellos una ladera debido a un desprendimiento de tierras, probablemente provocado, cerca de Cosgaya en Cantabria. Esta victoria permitió que el reino no volviese a ser atacado por fuerzas musulmanas. La batalla de Covadonga supuso la primera victoria de un contingente rebelde contra la dominación musulmana en la Península Ibérica. Tuvo una amplia difusión en la historiografía posterior como detonante del establecimiento de una insurrección organizada que desembocaría en la fundación, en primera instancia, del reino independiente de Asturias, y de otros reinos cristianos que en última instancia culminaría con la formación del Reino de España.



viernes, 27 de enero de 2012

Armaduras Medievales

El origen de la armadura data del periodo egipcio, en el que la vestidura militar consistía en un casco y una coraza de tela fuerte o de cuero cubiertos en gran parte con placas metálicas. Entre los caldeos-asirios, a tenor de lo que aparece en los relieves de la época, se usaba un casco de bronce de forma algo cónica, una coraza hecha de piel cubierta de láminas metálicas y unos botines de cuero duro o guarnecidos también con láminas. Los soldados griegos solían llevar una túnica corta que terminaba en pliegues simétricos y sobre ella una coraza para el tronco, formada por tiras de cuero con piezas metálicas o bien sólo dos piezas que cubrían pecho y espalda y se unían con tiras metálicas o correas sobre los hombros, mientras que la parte delantera de las piernas se defendía con las cnémides o canilleras. Para resguardo de la cabeza se usaron cascos de variadas formas, alcanzando mayor perfección el beocio compuesto de visera y apéndice nasal o apéndices para defender el cuello por los lados. Los guerreros romanos de los primeros siglos defendían su cabeza con la gálea o casco de cuero y placas metálicas y el tronco por medio de una armadura también de pequeñas placas, pero después de la conquista de las Galias se adoptó el casais o casco de metal con yugulares, cubrenuca y cota de malla para el tronco. Sin embargo, algunos cuerpos especiales del ejército empleaban corazas especiales. En la Edad Media, después de las invasiones de los pueblos del Norte y aún más en la época de las Cruzadas se generalizó el uso de la loriga, formada por escamas o por un tejido de tririllas, anillitos o cadenitas de acero llamado cota de malla que vestían los militares sobre una especie de jubón acolchado, conocido por los nombres de gambesón, gambax, prepunte y velmez, para amortiguar los golpes de las armas enemigas. Sobre la mencionada loriga, que llegó en el siglo X hasta cubrir los brazos y muslos, llevaban los caballeros una sobre veste o cota de armas, que más tarde se adornó con los emblemas y figuras propias y distintivas de cada uno. Para resguardo de la cabeza se usó en los primeros siglos medievales un sencillo casco de metal de forma cónica sin visera ni yugulares, al cual se añadió en el siglo X el apéndice nasal recto. Debajo de dicho casco o de otro semiesférico llamado capellina llevaban los guerreros una especie de toca monjil hecha de malla que llegaba hasta cubrir el cuello, conocida con el nombre de almófar o de camal, y hacia fines del siglo XII se transformó el casco en yelmo casi plano por arriba con visera y barbera reteniendo a veces el almófar por debajo. En el siglo XIV, el yelmo se hizo más redondeado, se le adornó con cresta o cimera y se le dotó de visera movible. En el siglo XV se añadieron las variedades de yelmo llamadas almete y celada y se adoptó con frecuencia la elegante borgoñota, parecida al casco beocio y que dejaba la mayor parte de la cara al descubierto. La armadura de placas de acero, unidas entre sí con ganchos, tuercas, aldabillas y clavos sujetas al guerrero mediante correas y hebillas, empezó a usarse en el siglo XIV y alcanzó toda su perfección a fines del XV, transformándose a mediados del XVI en una vestidura de gala para el guerrero, adornada y embellecida con los primores del arte escultórico y de las industrias metálicas. Decayó notablemente en el siglo XVII a medida que se perfeccionaban las armas de fuego y desde el XVIII ya no se utiliza más que como recuerdo histórico. Una armadura completa consta de numerosas piezas articuladas, habiendo llegado a reunirse hasta el número de 250 en un solo combatiente con el peso de unos 25 a 30 kg, pero las más comunes e importantes se reducen a unas 25, distribuidas en los cuatro grupos de cabeza, tronco y extremidades superiores e inferiores. Desde remotos tiempos las armaduras eran sometidas a diferentes pruebas para apreciar su resistencia. Plutarco, al tratar del sitio de Rodas, dice que trajeron a Demetrio Poliórcetes dos corazas y el maestro Zoilo, que las había forjado, hizo que sobre ellas se disparasen dardos lanzados por una catapulta colocada a veinte pasos, sin conseguir más que dejar en el hierro una ligera señal. Después se abandonó este sistema, pues hasta el siglo XIV no vuelve a hablarse de armaduras de prueba y de media prueba. Las probadas con ballesta de torno se decían de toda prueba o a prueba, y las que sólo lo eran con flecha lanzada por el arco o la ballesta sencilla de gancho, se llamaban de media prueba. Desde el siglo XVI se usaron las armas de fuego con objeto de probar la resistencia de las armaduras, y las señales de las balas servían, alguna vez, para aumentar sus elementos decorativos, haciéndolas centro de una flor, un rosetón u otro ornato. Por esto cuando en rodelas, petos y corazas se ven marcas de balas, no hay que creer siempre que las llevaba puestas su dueño al recibir el disparo. En los arneses de la gente de armas, se probaba el peto y el espaldar, y para la caballería ligera, únicamente el primero. En la Armería Real española hay varias armaduras que la tienen, pudiendo citarse una brigantina española de fines del siglo XV, que lleva, en alguna de sus launas, la doble marca que acredita la prueba con ballesta de torno. Otras piezas presentan huellas de balas de arcabuz, como la armadura de Felipe III, que tiene siete, adornadas con perlas de plata y tres en el espaldar, una de las cuales perforó el acero. También en una rodela se ve otra, siendo de notar que las balas de prueba, como disparadas de cerca, dejaban señales más hondas que las recibidas en la guerra.