La batalla del Salado fue una de las batallas más importantes del último periodo de la Reconquista. En ella, las fuerzas combinadas de Castilla y Portugal derrotaron decisivamente a los benimerines, última nación norteafricana que trataría de invadir la península Ibérica. Tras la decisiva victoria de las Navas de Tolosa en 1212, los almohades perdieron el control sobre el sur de la península Ibérica y se replegaron al Norte de África, dejando tras de sí un conjunto de desorganizadas taifas que fueron ocupados por los reinos cristianos entre 1230 y 1264. Tan sólo el reino de Granada logró mantenerse independiente, aunque fue forzado a pagar un elevado tributo en oro a Castilla cada año. Por aquel entonces, el reino de Granada comprendía las actuales provincias de Granada, Almería y Málaga, más el istmo y peñón de Gibraltar. En 1269, la debilitada dinastía almohade sucumbió ante otra tribu bereber emergente, los Banu Marin. Desde su capital en Fez, esta tribu originaria del sur de Marruecos pronto dominó la mayor parte del Magreb, llegando por el este hasta la actual frontera entre Argelia y Túnez. A partir de 1275 dirigieron su atención hacia Granada, donde desembarcaron tropas e influyeron decisivamente en su gobierno ante el recelo de los cristianos del norte. El choque no tardó en llegar, y así, a finales del siglo XIII, los benimerines ya habían declarado la guerra santa a los cristianos y realizado varias incursiones en el Campo de Gibraltar, con el fin de asegurarse el dominio sobre el tráfico marítimo en el Estrecho. En 1288, a instancias del rey Yusuf I de Granada, firmaron una alianza formal con los nazaríes con el fin de tomar Cádiz como objetivo final. Sin embargo, una serie de rebeliones en el Rif retrasaron la campaña contra Castilla hasta 1294, año en que los benimerines asediaron Tarifa sin éxito debido a la tenaz resistencia ofrecida por Guzmán el Bueno. En 1329 los benimerines y sus aliados granadinos atacaron de nuevo a los castellanos, a quienes derrotaron y tomaron Algeciras. En agosto de 1330 Castilla se impondría a Granada en la Batalla de Teba, conocida en otros países por haber fallecido en ella el noble escocés Sir James Douglas. Como consecuencia de la derrota granadina, el 19 de febrero de 1331, se firmó la Paz de Teba por la que los monarcas castellano, aragonés y nazarí se comprometían a una tregua de cuatro años y a la entrega de parias al rey castellano por parte del emir granadino. A pesar de ello, desde su base en Algeciras, los musulmanes sitiaron Gibraltar y la reconquistaron en 1333. La flota castellana del Estrecho, capitaneada por el Almirante Alonso Jofre Tenorio, no era lo suficientemente poderosa como para detener el constante flujo de tropas musulmanas hacia la Península, por lo que Alfonso XI de Castilla solicitó apoyo naval a la Corona de Aragón. Ésta accedió a enviar en 1339 una flota de guerra mandada por Jofre Gilabert, pero tras una operación en Algeciras, el almirante aragonés resultó herido por una flecha y su flota se dispersó. Siguió entonces un ataque de los benimerines contra la escuadra castellana, con un resultado catastrófico para ésta: todos los barcos, excepto cinco que pudieron refugiarse en Cartagena, fueron destruidos por los musulmanes y Tenorio hecho prisionero y decapitado. Castilla quedaba así abierta de par en par a una nueva invasión norteafricana. Al conocer el desastre, Alfonso XI decidió entonces jugar su última carta enviando a su mujer, María de Portugal, para que pidiera ayuda al padre de ésta. No obstante, el rey Alfonso IV, que entonces se encontraba algo rencoroso con su yerno por el abandono al que tenía sometida a su hija en favor de su amante Leonor de Guzmán, declinó inicialmente la propuesta, exigiendo que si el monarca castellano necesitaba ayuda, fuera él quien se la pidiera personalmente. Ante la situación, Alfonso XI no pudo hacer otra cosa que tragarse su orgullo y enviar una carta de su puño y letra a Lisboa. Alfonso IV respondió entonces positivamente y mandó una flota a Cádiz a las órdenes del marino genovés Manuel Pezagno, que se unió a un contingente de 12 naves aragonesas que ya se encontraban ancladas allí. Los ejércitos de ambos reyes se encontraron en Sevilla de donde salieron las fuerzas de los dos monarcas, en camino a Tarifa, llegando ocho días después de la Peña del Ciervo teniendo frente a ellos la extensión del campo de las fuerzas musulmanas. El 29 de septiembre, en consejo de guerra, se decidió que Alfonso XI de Castilla, luchara contra el Rey de Marruecos, y Alfonso IV de Portugal frente al de Granada, Yusuf I. En el campo de los cristianos y los musulmanes de todo estaba listo para la batalla. La caballería castellana, cruzo el río Salado, la batalla comenzó. Pronto llegó a tratar con él, la élite de la caballería musulmana, incapaz de detener el ataque. Casi de inmediato se trasladó Alfonso XI, con el grueso de sus tropas, frente a las innumerables fuerzas de los moros. Fue encerrado en ese sector, la lucha era feroz. El rey de Castilla, cuyo valor no cabe duda, se volvió hacia los puntos donde el peligro era mayor, con furia, y llevando a las tropas árabes a la derrota. En ese momento la guarnición de la plaza de Tarifa, hizo una salida inesperada para los moros, cayó sobre la parte trasera para atacar el campamento de Abul-Hassan y causaron estragos entre los invasores. En la zona de combates las fuerzas portuguesas, para las dificultades eran aún mayores, porque los moros de Granada, más disciplinados, luchando por su ciudad bajo el mando de Yusef Abul-Hagiag, veían su reino en peligro. Alfonso IV, por delante de sus jinetes intrépidos lograron romper el orden enemigo, rompiendo la formidable barrera, lo que desato el pánico y la derrota de los moros de Granada. Saliendo los granadinos en desbandada, del mismo modo las fuerzas africanas abandonaron el campo de batalla, dejando todo para salvar su vida. El campo estaba sembrado de cadáveres de víctimas del bando moro. El 1 de noviembre en la tarde, los ejércitos vencedores en última instancia, abandonaron el campo de batalla con un gran botín tomado en la batalla, en dirección a Sevilla, donde el rey de Portugal se quedó poco tiempo, volviendo de inmediato a su país. La victoria de los cristianos en la batalla de Salado, desmoralizó al mundo musulmán y el entusiasmo que se extendió entre el cristianismo europeo. Fue después de seis siglos, una renovación de la victoria de Carlos Martel en Poitiers. Alfonso XI para exteriorizar su alegría, se apresuró a enviar al Papa Benedicto XII una pomposa embajada llevando muy valiosos regalos, parte de la riqueza extraída a los moros y veinticuatro presos que portaban las banderas que habían caído en manos de los vencedores.
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