El origen de la armadura data del periodo egipcio, en el que la vestidura militar consistía en un casco y una coraza de tela fuerte o de cuero cubiertos en gran parte con placas metálicas. Entre los caldeos-asirios, a tenor de lo que aparece en los relieves de la época, se usaba un casco de bronce de forma algo cónica, una coraza hecha de piel cubierta de láminas metálicas y unos botines de cuero duro o guarnecidos también con láminas. Los soldados griegos solían llevar una túnica corta que terminaba en pliegues simétricos y sobre ella una coraza para el tronco, formada por tiras de cuero con piezas metálicas o bien sólo dos piezas que cubrían pecho y espalda y se unían con tiras metálicas o correas sobre los hombros, mientras que la parte delantera de las piernas se defendía con las cnémides o canilleras. Para resguardo de la cabeza se usaron cascos de variadas formas, alcanzando mayor perfección el beocio compuesto de visera y apéndice nasal o apéndices para defender el cuello por los lados. Los guerreros romanos de los primeros siglos defendían su cabeza con la gálea o casco de cuero y placas metálicas y el tronco por medio de una armadura también de pequeñas placas, pero después de la conquista de las Galias se adoptó el casais o casco de metal con yugulares, cubrenuca y cota de malla para el tronco. Sin embargo, algunos cuerpos especiales del ejército empleaban corazas especiales. En la Edad Media, después de las invasiones de los pueblos del Norte y aún más en la época de las Cruzadas se generalizó el uso de la loriga, formada por escamas o por un tejido de tririllas, anillitos o cadenitas de acero llamado cota de malla que vestían los militares sobre una especie de jubón acolchado, conocido por los nombres de gambesón, gambax, prepunte y velmez, para amortiguar los golpes de las armas enemigas. Sobre la mencionada loriga, que llegó en el siglo X hasta cubrir los brazos y muslos, llevaban los caballeros una sobre veste o cota de armas, que más tarde se adornó con los emblemas y figuras propias y distintivas de cada uno. Para resguardo de la cabeza se usó en los primeros siglos medievales un sencillo casco de metal de forma cónica sin visera ni yugulares, al cual se añadió en el siglo X el apéndice nasal recto. Debajo de dicho casco o de otro semiesférico llamado capellina llevaban los guerreros una especie de toca monjil hecha de malla que llegaba hasta cubrir el cuello, conocida con el nombre de almófar o de camal, y hacia fines del siglo XII se transformó el casco en yelmo casi plano por arriba con visera y barbera reteniendo a veces el almófar por debajo. En el siglo XIV, el yelmo se hizo más redondeado, se le adornó con cresta o cimera y se le dotó de visera movible. En el siglo XV se añadieron las variedades de yelmo llamadas almete y celada y se adoptó con frecuencia la elegante borgoñota, parecida al casco beocio y que dejaba la mayor parte de la cara al descubierto. La armadura de placas de acero, unidas entre sí con ganchos, tuercas, aldabillas y clavos sujetas al guerrero mediante correas y hebillas, empezó a usarse en el siglo XIV y alcanzó toda su perfección a fines del XV, transformándose a mediados del XVI en una vestidura de gala para el guerrero, adornada y embellecida con los primores del arte escultórico y de las industrias metálicas. Decayó notablemente en el siglo XVII a medida que se perfeccionaban las armas de fuego y desde el XVIII ya no se utiliza más que como recuerdo histórico. Una armadura completa consta de numerosas piezas articuladas, habiendo llegado a reunirse hasta el número de 250 en un solo combatiente con el peso de unos 25 a 30 kg, pero las más comunes e importantes se reducen a unas 25, distribuidas en los cuatro grupos de cabeza, tronco y extremidades superiores e inferiores. Desde remotos tiempos las armaduras eran sometidas a diferentes pruebas para apreciar su resistencia. Plutarco, al tratar del sitio de Rodas, dice que trajeron a Demetrio Poliórcetes dos corazas y el maestro Zoilo, que las había forjado, hizo que sobre ellas se disparasen dardos lanzados por una catapulta colocada a veinte pasos, sin conseguir más que dejar en el hierro una ligera señal. Después se abandonó este sistema, pues hasta el siglo XIV no vuelve a hablarse de armaduras de prueba y de media prueba. Las probadas con ballesta de torno se decían de toda prueba o a prueba, y las que sólo lo eran con flecha lanzada por el arco o la ballesta sencilla de gancho, se llamaban de media prueba. Desde el siglo XVI se usaron las armas de fuego con objeto de probar la resistencia de las armaduras, y las señales de las balas servían, alguna vez, para aumentar sus elementos decorativos, haciéndolas centro de una flor, un rosetón u otro ornato. Por esto cuando en rodelas, petos y corazas se ven marcas de balas, no hay que creer siempre que las llevaba puestas su dueño al recibir el disparo. En los arneses de la gente de armas, se probaba el peto y el espaldar, y para la caballería ligera, únicamente el primero. En la Armería Real española hay varias armaduras que la tienen, pudiendo citarse una brigantina española de fines del siglo XV, que lleva, en alguna de sus launas, la doble marca que acredita la prueba con ballesta de torno. Otras piezas presentan huellas de balas de arcabuz, como la armadura de Felipe III, que tiene siete, adornadas con perlas de plata y tres en el espaldar, una de las cuales perforó el acero. También en una rodela se ve otra, siendo de notar que las balas de prueba, como disparadas de cerca, dejaban señales más hondas que las recibidas en la guerra.
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